Las pasadas décadas han evidenciado una realidad innegable: el desarrollo costero en Puerto Rico se encuentra en una encrucijada crítica entre las demandas económicas de una isla que depende fundamentalmente de sus recursos marítimos y la necesidad imperativa de conservar estos mismos recursos para las generaciones futuras. Esta tensión, lejos de ser única a nuestra jurisdicción, representa el dilema fundamental que enfrentan los Pequeños Estados Insulares en Desarrollo (PEID)¹ del Caribe, donde las costas no son meramente fronteras geográficas, sino arterias económicas vitales.
Para las islas del Caribe, incluido Puerto Rico, las zonas costeras constituyen el epicentro de la actividad económica y social. Con 44 de nuestros 78 municipios compartiendo aproximadamente 799 millas de línea costera, el 66.7% de nuestra población—unos 2.4 millones de personas—reside en la zona costanera. Esta concentración demográfica no es accidental sino consecuencia directa de la realidad económica: las costas generan aproximadamente $20.2 mil millones anuales y proveen empleo directo a unas 696,000 personas, representando el 28.5% del empleo en el sector de servicios.
La importancia económica trasciende los números. Los arrecifes de coral, por ejemplo, protegen anualmente $183 millones en edificaciones y actividad económica en Puerto Rico, comparado con $675 millones en Florida y $836 millones en Hawaii.Esta función protectora, frecuentemente subvalorada en los análisis económicos tradicionales, representa un servicio ecosistémico crucial para la resiliencia económica de las islas caribeñas frente a eventos climáticos extremos.
El Coastal Zone Management Act de 1972 (CZMA) representa el principal mecanismo federal para armonizar desarrollo y conservación en las zonas costeras estadounidenses, incluyendo Puerto Rico. A diferencia del enfoque restrictivo que caracteriza otras legislaciones, el CZMA reconoce explícitamente que “cuatro quintas partes de todo el terreno llano yace en la planicie costera” y que “esta área limitada debe acomodar la mayor parte del desarrollo futuro de Puerto Rico”.
Este enfoque equilibrado del CZMA contrasta marcadamente con modelos puramente conservacionistas. La ley federal parte del reconocimiento pragmático que las zonas costeras son espacios de usos múltiples y frecuentemente conflictivos, donde convergen intereses económicos, recreativos, residenciales y ambientales. El reto gerencial, según articula el propio Programa de Manejo de la Zona Costanera de Puerto Rico, consiste en “resolver estos conflictos para producir el uso óptimo de terrenos y aguas costeras”.
La definición operacional bajo el CZMA establece la zona costanera extendiéndose 1,000 metros tierra adentro desde la línea base (nivel medio de bajamar) y 9 millas náuticas mar afuera, incorporando flexibilidad para incluir recursos costeros de particular importancia ecológica o económica. Esta amplitud definitoria permite una planificación integral que trasciende los límites tradicionales tierra-mar.
Una fuente persistente de incertidumbre jurídica y económica en Puerto Rico deriva del alejamiento de los criterios mareales tradicionales para delimitar la zona marítimo-terrestre. El Reglamento 4860, influenciado por la Ley de Costas española de 1988, ha introducido criterios basados en “las mayores olas en los temporales” donde las mareas no son sensibles, creando ambigüedad donde antes existía predictibilidad.⁸
Esta desviación del referente mareal—utilizado históricamente tanto por España como por Estados Unidos—ha generado consecuencias prácticas significativas. La fijación precisa de linderos costeros resulta “de importancia elemental para científicos costeros, ingenieros y administradores”, siendo esencial para el diseño de protección costera, desarrollo de zonas de riesgo, formulación de políticas de desarrollo costero y definición de límites de propiedad.
La incertidumbre resultante no es meramente técnica sino profundamente económica. Los inversionistas requieren certeza jurídica sobre los límites de sus propiedades y las restricciones aplicables. La aplicación inconsistente de criterios no-mareales ha resultado en décadas de litigios, paralizando inversión legítima mientras permite desarrollo desordenado en otras áreas.
La experiencia de la República Dominicana en Punta Cana y Cap Cana ofrece lecciones valiosas para Puerto Rico. Estos desarrollos, iniciados en la década de 1970 con una inversión inicial de apenas $50,000, han transformado la región este dominicana en el segundo destino turístico más visitado de América Latina y el Caribe, con más de 44,000 habitaciones hoteleras y recibiendo 7.2 millones de visitantes anuales.
Cap Cana, desarrollándose en 30,000 acres (120 millones de metros cuadrados), representa un enfoque de planificación integral que combina desarrollo turístico-residencial con conservación ambiental. El proyecto incluye:
Sin embargo, el desarrollo dominicano también ofrece advertencias. La construcción sin planificación adecuada en Bávaro resultó en la pérdida promedio de 208 metros de ancho de playa tras los huracanes Irma y María, evidenciando los riesgos de ignorar la dinámica costera natural.
El modelo tradicional de comando y control implementado por el Departamento de Recursos Naturales y Ambientales (DRNA), heredado de la tradición regulatoria española, muestra signos evidentes de agotamiento. Las confrontaciones recurrentes desde Carolina hasta Aguadilla sugieren la necesidad de explorar modelos alternativos de gobernanza costera.
El Programa de Manejo de la Zona Costanera de Puerto Rico ha iniciado experimentación con modelos participativos de planificación espacial marina. Este enfoque, consistente con la Orden Ejecutiva Federal 13547 sobre administración oceánica, involucra directamente a las comunidades costeras en la identificación de usos apropiados y áreas de conservación. La experiencia de 2010-2011 con 435 participantes y 40 presentaciones técnicas demostró el potencial de estos procesos participativos para generar consenso sobre usos marinos conflictivos.
Jurisdicciones como las Bahamas han implementado exitosamente modelos de gestión compartida donde las comunidades locales comparten responsabilidad regulatoria con agencias gubernamentales. Estos modelos reconocen que las comunidades costeras poseen conocimiento tradicional valioso y mayor capacidad de vigilancia cotidiana que agencias centralizadas con recursos limitados.
Nueva Zelanda y Australia han sido pioneras en el uso de cuotas transferibles y mercados de derechos de desarrollo costero que internalizan costos ambientales mientras permiten flexibilidad económica. Estos instrumentos, adaptados al contexto puertorriqueño, podrían ofrecer alternativas al sistema binario actual de permisos y prohibiciones.
Costa Rica ha demostrado el potencial de asociaciones público-privadas donde el sector turístico financia directamente la conservación de recursos costeros de los cuales depende su viabilidad económica. Este modelo de “pago por servicios ecosistémicos” alinea incentivos económicos con objetivos de conservación.
El desarrollo de la Asociación Regional Oceánica del Caribe estadounidense entre Puerto Rico y las Islas Vírgenes estadounidenses, formalizada en 2012, representa un reconocimiento crucial de que los ecosistemas marinos trascienden fronteras políticas. Sin embargo, su implementación ha sido limitada, con los documentos de zonificación marina desarrollados aún sin adopción formal por la Junta de Planificación, y sin evidencia pública de logros significativos en coordinación regional más allá de los esfuerzos iniciales de mapeo participativo conducidos por The Nature Conservancy. Esta experiencia subraya tanto el potencial como los retos de la coordinación interjurisdiccional en el manejo de corredores marinos compartidos.
La experiencia acumulada, tanto local como de jurisdicciones vecinas, sugiere varios principios fundamentales para reformar el marco regulatorio costero de Puerto Rico:
Primero, restaurar la certeza jurídica mediante la utilización de criterios mareales objetivos y científicamente verificables, basados en data mareal (“tidal datum”) para la delimitación de zonas marítimo-terrestres, consistentes con la práctica federal estadounidense y la tradición histórica española.
Segundo, implementar modelos de gobernanza adaptativa que reconozcan la variabilidad regional de las costas puertorriqueñas, permitiendo mayor flexibilidad en áreas de menor sensibilidad ecológica mientras fortalecen protecciones en ecosistemas críticos.
Tercero, desarrollar instrumentos económicos que capturen el valor real de los servicios ecosistémicos costeros, canalizando recursos hacia la conservación mientras permiten desarrollo económico sostenible.
Ejemplos prácticos incluyen:
Cuarto, fortalecer la participación comunitaria mediante mecanismos formales de gestión compartida que reconozcan el conocimiento tradicional y la capacidad de vigilancia de las comunidades costeras.
El futuro del desarrollo costero en Puerto Rico requiere trascender la falsa dicotomía entre conservación y desarrollo económico. Como demuestran las experiencias internacionales y el propio marco del CZMA, es posible—y necesario—articular modelos que reconozcan las costas como espacios productivos que requieren manejo sostenible en lugar de preservación absoluta o explotación desmedida.
La crisis económica que atraviesa Puerto Rico hace más urgente, no menos, la necesidad de reformas que liberen el potencial económico de nuestras costas mientras aseguran su sostenibilidad. Los modelos alternativos de gobernanza costera ofrecen caminos viables para superar décadas de conflicto improductivo, pero requieren voluntad política para trascender esquemas regulatorios obsoletos que no sirven adecuadamente ni los intereses económicos ni los ambientales de nuestra isla.